La fotografía, ese autoengaño

HOY todo existe para culminar en una fotografía, enfatizó Susan Sontag. Sus palabras fueron proféticas porque incluso, como hemos visto en el reciente atentado de Londres contra un soldado, los terroristas degüellan a sus víctimas para ser trending topic en las redes sociales.

Sontag escribió Sobre la fotografía en 1975, un libro de apuntes en el que decía que la cámara capta lo que merece quedar y que el ojo a veces no es capaz de percibir o la memoria de retener.

La fotografía es un medio para exorcizar la angustia que nos produce el paso del tiempo. Pero también es mucho más que su pathos evocador. Es, sobre todo, una forma de mirar la realidad.

Annie Leibovitz retrató a la propia Sontag desnuda en una bañera con los ojos cerrados. Tapa uno de sus pechos amputados por el cáncer y muestra en su cuerpo los efectos implacables de la vejez.

Esa imagen nos conmueve porque suscita la nítida percepción de la fragilidad de nuestra existencia y el desamparo ante la enfermedad. La visión –la mirada– de la desnudez es devastadora. Pero la fuerza de esa fotografía no es tanto lo que enseña sino lo que anuncia: el avance inexorable de la muerte. Nueve años después de sucumbir a ese cáncer, la imagen prefigura el destino de esta mujer.

La fotografía es siempre la constatación de una pérdida y lo es todavía más cuando sirve para dejar constancia de los momentos más luminosos de nuestra juventud y las horas más felices de nuestra existencia.

Me veo a mí mismo de la mano de mi madre en un domingo de Ramos. Llevo un ridículo pasamontañas blanco con una borla y sostengo una palma frente a la iglesia de San Nicolás de Miranda. Estaba enfadado porque se me habían caído unos caramelos cosidos a sus hojas. Ha pasado más de medio siglo de aquella fotografía y aquel desasosiego aún me parece más importante que los atentados de las Torres Gemelas.

La cámara es un instrumento antinatural porque detiene el avance del tiempo y fija un instante para la eternidad. En la vida no podemos parar los momentos ni existe una moviola para contemplar nuestras reacciones. Por eso también la fotografía es un engaño, una falsificación que opera gracias a la complicidad de la imaginación.

Todo esto es contradictorio y confuso, pero a veces no puedo evitar la tentación de repasar las fotos de Cartier-Bresson de aquel París perdido, que me transportan a una ciudad en la que mis sueños se encarnan en los fantasmas del pasado.